Los convencionales mejoran, pero son preferibles las opciones ecológicas.Seguir leyendo...Ni los detergentes para lavadoras cuyos fabricantes se gastan más dinero en publicidad consiguen deshacer todas las manchas. En cuanto al impacto ecológico, lo han reducido pero todavía no se pueden dar por satisfechos.
La era moderna del detergente comenzó hace unos 90 años. En 1933 se desarrollaron los primeros tensioactivos sintéticos, que no dejaron de emplearse cada vez con más frecuencia. Por entonces, casi nadie pensaba en las consecuencias para la naturaleza, pero en la década de 1950 se hizo común la estampa de montañas de espuma flotando como icebergs sobre los ríos. Aquellos detergentes no se degradaban en absoluto. A partir de 1961, los gobiernos de la Europa democrática comenzaron a actuar, exigiendo que los tensioactivos fueran biodegradables en un 80 por ciento.
Además, los detergentes incorporaban fosfatos para ablandar el agua. Estos compuestos provocaban el crecimiento de algas en los ríos, que asfixiaban a los peces. A partir de 1980, se reguló también la presencia de fosfatos, reduciéndose las cantidades permitidas. Diez años más tarde, los fabricantes se comprometieron a no emplear más fosfatos en sus productos y los sustituyeron por otros agentes, como la zeolita, los silicatos y los policarboxilatos. Desde 2004, existe una normativa europea que aumenta la exigencia de biodegradabilidad de los ingredientes tensioactivos. Además, la nueva regulación mejoró la protección de los consumidores: los fabricantes están obligados a declarar los componentes que pueden provocar alergias –a menudo son los perfumes– y a ofrecer el listado completo a través de internet. No obstante, los detergentes convencionales no son aún completamente seguros para el entorno y la salud.
Me pregunto si ocurre algo similar con el jabón que usamos para lavarnos o el que utilizamos para fregar los platos. El objetivo final sería poder reutilizar ese agua, por ejemplo, para riego sin dañar a las plantas.